¿Y si dejar de ver series también fuera un acto político?
NQV 👁📺 donde hablamos de cine, series y otras cosas.
Anoche vi una noticia que me hizo sentir bastante extraño: una de las plataformas más queridas entre quienes amamos el cine no comercial recibió una inversión millonaria de una empresa con intereses financieros en uno de los conflictos armados más documentados y denunciados de las últimas décadas. Un conflicto que muchas voces —incluyendo organismos internacionales— ya no dudan en llamar genocidio.
¿Y si dejar de ver series también fuera un acto político?
Vamos, no es la primera vez que nos topamos con algo así, pero hay algo en cómo se van acumulando estas noticias, estos datos, estas alianzas, que termina por hacer más difícil ignorarlo. No porque sea nuevo, sino porque ya no se puede desoír del todo.
Hace tiempo que venimos cargando con la contradicción de que incluso los espacios donde buscamos otras formas de contar el mundo —más libres, más humanas, más críticas— también están atravesados por los mismos intereses económicos y geopolíticos que sostienen muchas de las injusticias que esas obras intentan denunciar, tan solo veamos a esos restaurantes que han sido señalados en redes sociales, donde usuarios piden al público ya no consumir.
El entretenimiento no es neutral
Pero no, no hablo sólo de esta plataforma en particular. Hablo de un patrón que se repite. Uno que hemos aprendido a tolerar, quizá porque confiamos en lo que nos ofrece. Porque ahí hemos encontrado películas que nos conmueven, nos sacuden, nos hacen pensar diferente. ¿Cómo no tenerle cariño a un espacio que nos ha dado acceso a historias que, de otro modo, difícilmente hubiéramos conocido?
Justo por eso cuesta tanto asumir que esa confianza puede estar rota. Que, incluso si el catálogo no ha cambiado, algo se descompone cuando sabemos que detrás hay dinero involucrado en procesos sistemáticos de violencia. Que cada reproducción, cada recomendación, cada suscripción, forma parte de una red más amplia, donde también se juegan silencios estratégicos, legitimaciones simbólicas y decisiones editoriales que responden, al final, a los intereses de quienes sostienen económicamente ese sistema.
Esto no significa que haya que dejar de ver cine, ni que todo lo que vemos esté necesariamente contaminado. Sé que pedirle a cada persona que revise el origen de los fondos detrás de cada producción sería una exigencia irreal. Pero eso no debería impedirnos hacer preguntas. Especialmente cuando las señales están ahí, claras, y preferimos ignorarlas porque nos incomodan.
Una de esas preguntas, para mí, es esta: ¿por qué seguimos actuando como si el entretenimiento fuera neutral?
No lo es. Nunca lo fue. Pero en este momento, cuando los contenidos culturales —por muy "alternativos" que parezcan— se usan activamente para posicionar agendas, construir reputaciones o distraer de violencias estructurales, aferrarse a la idea de que ver una película no tiene nada que ver con la política es, en el mejor de los casos, ingenuo. En el peor, es funcional al poder que decimos cuestionar.
Y esto se vuelve aún más complicado cuando hablamos de obras que se presentan como progresistas, disruptivas, comprometidas. Porque ahí es donde más bajamos la guardia. Queremos pensar que si una película habla de justicia social, si tiene protagonistas queer, si visibiliza a comunidades históricamente excluidas, entonces todo en torno a ella —desde su producción hasta su distribución— está alineado con esos mismos valores. Pero no necesariamente. Lo cierto es que muchas veces esos discursos funcionan como fachada: como una forma de mostrar sensibilidad sin tocar los intereses reales de quienes financian ese producto.
La pluralidad en pantalla no garantiza una transformación en las estructuras que sostienen esa industria. Podemos ver a cuerpos marginados ocupando el centro del encuadre, pero eso no quita que estén siendo usados como escaparate, como escudo simbólico de empresas que, fuera de cámara, reproducen las mismas violencias contra las que se supone que ese cine quiere posicionarse.
¿Cancelar? No, nunca se ha tratado de eso
Tampoco se trata de vivir bajo vigilancia constante, preguntándonos a cada rato si ver tal o cual película nos convierte en cómplices. Pero sí creo que vale la pena tomarse en serio esa incomodidad que aparece cuando algo nos gusta, pero sabemos que viene de un lugar que preferiríamos no tener que pensar. Esa incomodidad no es censura, ni culpa, ni moralismo. Es simplemente una señal de que algo no termina de encajar. Y más que evitarla, podríamos empezar a escucharla.
Yo sigo viendo películas y sigo suscrito. No voy a fingir que no. Pero desde hace tiempo trato de ver con otros ojos. No desde el castigo ni desde la superioridad moral, sino desde una necesidad genuina de entender qué implica recomendar, consumir o difundir ciertos contenidos en este contexto. Quién gana visibilidad. Quién gana dinero. Quién gana legitimidad. Y, sobre todo, ser consciente también de quién está perdiendo con todo esto.
No necesitamos ser puristas ni vivir con paranoia. Pero sí podríamos dejar de actuar como si no tuviéramos ninguna responsabilidad. Porque la tenemos. No toda, no absoluta, pero sí real. Y en un sistema que se sostiene en gran parte gracias a la indiferencia de los espectadores, reconocer esa responsabilidad, aunque sea en lo mínimo, ya es una forma de romper el guion que nos dan.
No hay que temerle a vivir en el conflicto
No se trata de tener todo claro, ni de actuar con una coherencia perfecta las 24 horas del día. Se trata, más bien, de reconocer que pensar en estas cosas puede doler, incomodar o frustrar, porque ponen en tensión cosas que disfrutamos, que nos importan, que incluso nos han hecho bien. Y eso no nos hace hipócritas. Nos hace conscientes.
Porque sí, a veces vamos a seguir viendo películas financiadas por capitales que nos incomodan. A veces no vamos a saber qué hacer con esa información. A veces vamos a quedarnos paralizados, o incluso nos vamos a justificar. Y está bien. Lo importante no es fingir que no pasa nada. Lo importante es no apagar del todo esa pregunta interna, no dejar que se disuelva con el scroll, no anestesiarse del todo.
Pensar en lo que consumimos no debería ser una carga moral permanente, pero tampoco puede ser un acto completamente pasivo. Se puede vivir entre la contradicción. Se puede disfrutar algo y al mismo tiempo preguntarse qué hay detrás. Lo que no se vale, creo yo, es dejar de pensar, porque pensar incomoda.
🎬 Para seguir viendo, pero con otros ojos
Si después de leer esto te quedaste con ganas de ver algo que dialogue con estas ideas —ya sea desde la crítica al poder detrás del entretenimiento o desde la representación de conflictos silenciados—, estas películas, documentales y series podrían servirte como un punto de partida… O como recordatorio de que ver también puede ser un acto consciente, no sólo una distracción.
No Other Land (2024) - Prime Video
Un documental palestino-israelí hecho por activistas, no por productoras con intereses. Filmado desde la resistencia cotidiana. No es “sobre” Palestina: está en Palestina.
5 Broken Cameras (2011) - YouTube
Grabado por un agricultor palestino que decidió documentar la ocupación desde su aldea. Imposible no quedarse con el corazón hecho nudo.
Tantura (2022) - Para renta en Google Play y Prime Video
Lo que pasa cuando alguien en Israel se atreve a decir en voz alta que el Estado se fundó sobre masacres. Spoiler: intentan silenciarlo.
The Cleaners (2018) - Prime Video
¿Quién decide qué contenido se borra de internet? ¿Y bajo qué criterios? Este documental se mete justo en ese agujero negro que nadie quiere ver.
The Corporation (2003) - Prime Video
Un clásico para entender cómo las corporaciones —incluidas las del entretenimiento— operan con la lógica de un psicópata funcional.
The Present (2020) - YouTube
Un corto palestino nominado al Oscar, que te destruye en 17 minutos con lo que debería ser una simple salida al súper.
Common Side Effects (2025) - Disponible en HBO Max
Un científico encuentra un hongo capaz de curar casi cualquier enfermedad, pero ahora, las empresas farmacéuticas querrán desaparecerlo.
¿Por qué un remake live action está arruinando la infancia de todos? Yo te explico
Esta discusión no es nueva, de hecho, lleva años existiendo y el live action de Lilo y Stitch me obligó a sacarme todo esto del pecho. No es solo porque se vean raros. No es solo porque no emocionan. El verdadero problema con los remakes live action de Disney es más profundo, más técnico y mucho más estructural. Tiene que ver con intentar pasar un lengu…